SON varias y no todas las que recuerdo. Para empeorar, infidencias en relación a un muerto -muy querido en mi caso- que, como es hábito, no puede refutar ni defenderse. Pero sé muy bien que don Joaquín Torres García, que no está en ningún lado, se encuentra pintando y maldiciendo, siempre sonriente en el fondo, en algún círculo que Dante olvidó para refugio de santos y profetas.
La infidencia inicial consiste en el simple relato de mi primer encuentro o choque con Torres García y su tribu. Sucedía de noche, en mitad de la tercera década, tal vez el mismo día en que este hombre de inagotable fe y entusiasmo regresó definitivamente a Montevideo. Estábamos en un caserón sin muebles, acaso despojado por los innumerables fantasmas que Torres García estaba condenado a llevar consigo. Nos ayudaba una bujía desnuda y ya polvorienta colgada en mitad del cuarto; nos sentábamos en maletas o cajas de embalar con retintas, quemadas, incomprensibles palabras. Algún plato de belleza incongruente me sirvió de cenicero. Recuerdo que Torres García habló durante horas; aparte de la pintura nunca le conocí otro vicio.
Aquella noche distante y nunca olvidada yo era joven, necesitado de discusiones, incapaz de comprender y respetar la grandeza de aquel hombre obsesionado que murió sin conocer más derrota que ésa.
Contra sus afirmaciones, contra sus frases rotundas y alegres sólo pude levantar parapetos de ideas corrientes. Yo ya estaba queriendo a Torres García, ya estaba temeroso de su posible fracaso montevideano. Con dulzura, quise expulsarlo de su patria y de su ambición: "Váyase a Perú, a México, a Guatemala. En esos países existieron culturas que pueden emparejarse con su concepción del arte. En el Uruguay nunca hubo una civilización indígena. Aquí, si a una señora se le rompe la infaltable maceta de malvones la tira en un basural. Y unos años después algún prevenido descubre un fatigado borde de barro, publica un artículo, un ensayo, un libro hablando de la cultura artística de los indios charrúas".
Usé otros elementos disuasivos, sabiendo que resultarían inútiles. Traté de explicarle que el ambiente literario, filosófico, artístico de nuestra querida patria común equivalía a cero. Que su mensaje no encontraría eco.
A todo esto, en lugar de recoger maletas y cajas marineras, Torres García respondió, como en una partida de ajedrez, con un jaque mate que, horas después, en algún café o reflexionando en mi cama, me pareció levemente tramposo.
Torres García me había dicho que justamente le interesaba el Uruguay, Montevideo, porque no teníamos un pasado de civilización india, porque las culturas indígenas que yo había mencionado podían considerarse completas, terminadas, gracias a una barbarie cuyo mérito no viene al caso recordar. Pero que, misteriosamente, continuaban vivas, imponiendo modos de ver y sentir. Y él no quería imposiciones de ninguna clase. Buscaba hacer surgir de la nada un arte nuevo que tal vez tuviera siglos de edad. En fin, el constructivismo era el único dios verdadero y Torres García su profeta.
Acepté mi derrota; por otra parte me resultaba injusto y cruel decirle a una persona como Torres García, que volvía al Uruguay cargado con su pobreza material y tan joven de ilusiones y voluntades, que el resultado de su admirable aventura iba a ser el fracaso. Además, esta elección significaba un regalo para todos nosotros; un regalo que el país sigue sin merecer. Pensaba que intentar desilusionarlo era una de las formas de la infamia. En eso quedó, aquella noche, la discusión. Luego él me mostró algunos de sus cuadros -cartones sin marcos- y ya nos hundimos en el constructivismo.
Afortunadamente, poco después me demostró que, por lo menos en parte, él tenía razón. Mi habitual pesimismo fue desmentido por un grupo de gente que comprendió o pudo intuir quién y qué era Torres García. Lo ayudaron con dinero, difundieron la noticia. Así se formó el taller. Muchos pintores o presuntos, ellas y ellos, todo jóvenes lograron un caballete y las negativas del maestro. "Así no; comienza de nuevo".
Porque todos ellos estaban regresando del folklore, de academismo, de dulces paisajes con rancho y ombú, con vacas extrañadas y algún caballo atado al palenque. Algunos de los discípulos pagaban las lecciones; otros eran más pobres que Torres García. El maestro nunca supo distinguir. El Constructivismo a todos y por igual.
Es indudable que las raíces filosóficas, estéticas - y también se puede hablar de poesía- no eran comprendidas de verdad por todos los alumnos. Pero intuían que alguien les estaba abriendo ventanas para interpretar el mundo con mayor rigor, con una nueva claridad.
De modo que el pequeño taller -me refiero a su espacio físico- comenzó a funcionar y los Torres García no se murieron de hambre; sólo languidecían. Pero cosas tan buenas nunca pueden durar. Una mala tarde el maestro entró en el salón y descubrió sin demora que una de sus discípulas -luego, excelente pintora- estaba entregada a la herejía de trabajar en un cuadro superrealista. No hubo explicaciones. Sin gritos, Torres García los expulsó a todos, liquidó el primer taller. Acaso haya hecho derramar agua bendita sobre óleos, pomos y bocetos.
A pesar de haber quedado, como al llegar, económicamente desvalido, creo que este aspecto material del asunto no fue excesivamente doloroso para Torres García, porque, según mis tristes experiencias gastronómicas, en su casa se daba muy poca importancia a la comida. Eran felices con un poco de lechuga, de zanahoria y de tomate. Recuerdo perfectamente una noche en la que me quedé conversando hasta muy tarde, por lo cual decidieron que debían invitarme a cenar y que, en mi calidad de visitante, yo tenía derecho a comer más o menos en serio. No podían ofrecerme solamente el tomate, la lechuga, la zanahoria y la remolacha habituales: había que hacer una excepción con un degenerado como yo, no vegetariano. Resolvieron que había que ir a una fiambrería para comprar un poco de jamón, y agasajar así al huésped. ¡Todo fue entonces tan hermoso! No hubo discusión, pero sí, como en el buen fútbol, el pase oportuno de la pelota,. Eran todos niños. Uno decía: -No, ve tú a comprar el jamón que yo estoy muy cansado. -¿Tú cansado? Si no hiciste nada en todo el día. Anda, ve por el jamón. Cuando, finalmente, la tarea de conseguir el jamón cayó sobre Ifigenia, me vi obligado a intervenir y a decir rotundamente que no. Terminamos la noche conversando, como siempre. No había necesidad de más con Torres García.
Como Juan Ignacio Tena se enteró de otra anécdota -o subanécdota-, y se refiere a ella en una carta reciente, la amistad me obliga a recordarla, aunque se crea que, al hacerlo, cometo un autoelogio. La historia en realidad fue así: Se hizo, en tiempos de la guerra, una exposición de pintores franceses en Montevideo. Tengo entendido que esa muestra fue traída -creo que por Louis Jovet-, para soslayar el peligro que Goering se llevara todos los cuadros para su casa o para Nuremberg. Fui inmediatamente, como es de suponer, a ver aquellas obras, movido por un interés tan grande que era casi una angustiosa ansiedad. Nunca podré olvidar el autorretrato de Cézanne, "L'homme a Chapeau melon", porque es una de esas cosas que nos enloquecen verdaderamente, en la medida que trastornan todas las ideas preconcebidas que pudiéramos tener sobre el acto de pintar y de escribir. Por eso comprendo la ligazón que, en Cézanne, Hemingway ve entre la pintura y la literatura. Sentí que el hombre que había pintado aquel autorretrato me estaba enseñando algo indefinible, que yo podría aplicar a mi literatura.
Después de visitar la exposición fui a casa de Torres García y comenté al gran maestro todo lo que había visto. ¡Dios Todopoderoso!, él era un gran pintor y yo no soy ni un gran pintor ni un gran escritor, pero hablaba y hablaba diciendo todo lo que sentía. Torres García me abrumó a preguntas, con ese sentido bondadoso de la burla que lo caracterizaba. Eran suaves preguntas, pero que me hacían presentir la cáscara de banana o el piso enjabonado. Como yo era joven -juro que era joven en aquel tiempo-, respondía a todo casi brutalmente, sin pensar en la reacción que podía provocar en aquel hombre que sabía todo lo que humanamente se puede saber de la pintura. Cuando se me terminaron las palabras, Torres García sonrió, dejó de mirarme, inclinó la cabeza hacia un costado y, dirigiéndose a un grupo de amigos que allí se encontraban, dio su veredicto: -"¡Qué cosa más extraña! Este Onetti, que no sabe nada de pintura, no se equivoca nunca."
Después pude comprobar que era un hombre incapaz de mentir y, desde entonces, me atribuyo, creo que legítimamente, el don de ser analfabeto en pintura, y de no equivocarme nunca. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de la literatura y que también en ella -que es la tarea de mi vida-, mi infalibilidad fuera proporcional a mi ignorancia!
Y para los que no me creen hoy, para los que me creerán mañana, para los gustosos de chismes y para los que deseen sujetar la punta del ovillo de la verdad -tan traicionera a veces-, una infidencia casi postrera.
Cuando en Barcelona de su juventud Torres García cortejaba a Manolita, su esposa y viuda, ella distraía sus frases de amor coqueteando con un inmundo perro faldero. Cuando Torres García se hartó de femeninos desvíos, cuando quiso un sí o un no, en lugar de la impuesta tontería hembril, tiró al perro por la ventana y preguntó por última vez. Como en los cuentos de hadas, Manolita y el arte le dijeron que sí.
Texto original de Juan Carlos Onetti en Mundo Hispánico, Mayo 1975. Fuente y foto tomado de www.torresgarcia.org.uy |
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